La vida de este santo religioso fue tan edificante y su fama de santidad tan grande, que tenemos que hacer una mención especial de su nombre.

     El P. Boleslao nació en Kruswika, diócesis de Guesno, el 1 de enero de 1675.

     Esmeradamente educado por su madre y predispuesto por gracias singulares, asoció desde su juventud las más distinguidas cualidades naturales a una devoción intensa, particularmente al Espíritu Santo, al Santísimo Sacramento y a la Santísima Virgen.

     Hizo su Primera Comunión en 1683. Recibió la Confirmación en 1685, ambas con piedad angelical, quedando selladas con prodigios, cuyo resultado fue un nuevo empuje en su ascensión hacia la santidad.

     Una vez terminados sus estudios, oyó la llamada divina, entrando en el Seminario de Guesno; luego fue enviado a Roma donde fue ordenado sacerdote a los 23 años.

     A partir de entonces, sus penitencias severas, sus profecías llenas de fuego, su piedad, sus milagros atrajéronle las muchedumbres.

     Para librarse de este entusiasmo, a veces indiscreto se retiró durante seis meses a la Cartuja de Florencia, de ella salió más perfecto tras haber conseguido la gracia de ser perseguido por amor del Divino Crucificado.             Atraído por la Gracia hacia la vida religiosa, entró en la Orden del Espíritu Santo en Santa María in Saxia, en Roma.

                                                                   Al ser Religioso con muchas perfecciones, asoció al desinteresado cuidado de sus “Señores enfermos”, el ejercicio de la predicación y de la dirección. Su celo y caridad le merecieron poder recibir de manos de San José, acompañado de María Inmaculada y de Guido de Montpellier, al Divino Niño Jesús entre sus brazos.

     Hacia 1705, volvió a su patria y vivió en Cracovia y en Staviszyn. Allí, con nuevas pruebas doloras, acabó al Divino Maestro de purificar su alma. En 1710, recobró la paz del alma y la salud del cuerpo; predicó en diversos lugares; fue después de uno de estos sermones sobre la muerte de los elegidos cuando entró en extasis, exclamando: “¡María, Madre mía!…” Unos días más tarde, el 12 de septiembre de 1710, entregó su hermosa alma a Dios.

     Su cuerpo no pasó por la corrupción de la tumba mediante numerosos milagros ha corroborando su poder ante Dios.

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